EL
OBSERVADOR
La
temperatura es agradable. El sol calienta mientras se esconde entre las pocas
nubes que flotan en el cielo y una ligera brisa mueve los árboles que dan
cobijo bajo su sombra a diferentes grupos de personas que charlan
despreocupadamente sentados sobre el césped.
El banco que
elijo para sentarme no es muy cómodo pero no estaré mucho tiempo. Ante mí, el
tan transitado paseo que cruza el mayor parque de la ciudad.
A mi derecha
veo a una madre andar con prisa junto a su hijo. Parece nerviosa. No es de
extrañar, pues sabe que en cuanto llegue a casa se debe de encargar de
limpiarla, ordenarla y empezar a hacer la comida sin descuidar a su hijo y al
nuevo inquilino que los acompaña desde hace poco.
Su hijo
de cinco años, a diferencia de su madre, camina alegre al margen de todos los
problemas y dificultades que lo rodean. Sabe que cuando llegue a casa le estará
esperando Bobby, su nuevo amigo, con el que podrá jugar hasta que su madre lo
llame a comer a la mesa.
Bobby es un yorkshire
de dos meses que su abuela le ha regalado por su cumpleaños, esperando con
ello, que asuma ciertos valores que se aprenden cuando se es responsable de
otro ser vivo, valores que su padre perdió hace tiempo. Estos valores de
responsabilidad y cuidado le harán ser mejor persona en un futuro.
Un futuro que
su madre, que lo lleva de la mano con prisa a través del parque, no ve muy
claro, pues ayer mismo la despidieron del trabajo y no dispone de los ahorros
suficientes para hacer frente al alquiler de su casa no más de dos meses. Tener
a Bobby en casa supone una carga más para los escasos gastos que se puede
permitir. Aún no sabe cómo explicarle a su hijo que Bobby no se puede quedar
con ellos.
El niño da un
traspiés por culpa de una piedra que, sin querer, la impulsa hacia delante
chocando contra el pie de una joven que va en dirección contraria. Mientras la
madre llama la atención a su hijo, la joven pasa a su lado sin percatarse de
nada. El volumen de su mp3 la aísla de todo lo que la rodea.
Va hacia la
facultad donde estudia. La espera un examen muy difícil y su música favorita a
gran volumen la relaja y la hace olvidar por un momento el largo e intenso
momento que debe superar en breve. Sabe que no ha estudiado lo suficiente.
Anoche sus únicos pensamientos seguían siendo para Rubén, ese compañero de
clase que no la hace ni caso, y que desde hace dos meses sale con su mejor
amiga.
Su mejor
amiga la espera junto a una fuente veinte metros más adelante. Cuando la ve
venir, siente cierta ansiedad. Piensa contarla su gran dilema, pues es en la
única en la que confía, siempre la dio valiosos consejos. Anoche se acostó con
un chico que conoció en una fiesta de cumpleaños la semana pasada, no sabe si
quiere seguir estando con Rubén.
Cuando se
saludan y prosiguen su camino juntas, observan con indiferencia a un anciano que
parece mendigar sentado en el borde de la fuente. Mira con nostalgia las
palomas que revolotean a su alrededor, recordando tiempos pasados.
De joven las
cuidaba en el viejo palomar de su padre, a las afueras de la pequeña aldea
donde se crió. Ahora revive una vez más en su cabeza el momento en el que tuvo
que tirar al suelo el puñado de comida para las palomas e irse con las
autoridades que le fueron a buscar para su reclutamiento y participación en la
guerra que estaba asolando el país.
Después de
tantos años y de haber perdido todo, se encuentra ahora en un país extranjero
malviviendo en las calles entre desconocidos. Es consciente del escaso tiempo
que le queda en este mundo y es consciente, de la cantidad de historias y
vivencias que se perderán con él.
Alguien con
paso ligero se percata también de su presencia, al contrario que muchos de los
que por allí habían pasado. Sin pensarlo demasiado y sin apenas detenerse, saca
de su cartera el billete de mayor valor y lo deja caer en el sombrero ya raído
que el anciano había colocado en el suelo cerca de él.
Le desea un
buen día y se aleja con la misma soltura y alegría con la que había llegado.
Era normal, la suerte en el juego le había sonreído y había ganado hoy mismo el
mayor premio que la lotería había recaudado hasta el momento. Era feliz, y su
visión del mundo había cambiado. Una visión que se había aclarado también desde
la perspectiva de aquel anciano, que gracias al desconocido, sobreviviría un
poco más holgadamente el otoño que se precipitaba en pocos días.
El desconocido ahora sin preocupaciones económicas, me saluda alegremente sin conocerme y prosigue su camino.
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Antes de todo... |
Tres minutos
me habían bastado para ver todo aquello. Era suficiente. Para cuando la
siguiente persona se disponía a cruzar frente a mí, ya no estaba. Me había ido.
Mañana
volvería una vez más.