BOTAS ROJAS (I)
Siempre hacía
frío, pero aquel día hizo aún más. El viento arreciaba en la antigua estación
de tren. Aún le quedaban minutos de sentir el vello erizado. Y los pequeños
temblores que en vano intentaban retener el poco calor acumulado por el abrigo
lo impacientaban aún más.
Las puntas de
sus dedos, a pesar de los guantes, empezaban a ser dominadas por el viento
helado por lo que las escondió dentro de sus bolsillos, mientras se balanceaba
entre los talones y las puntillas de sus pies, intentando hacer más amena la
espera. El sol pálido de ese invierno tan especial no le dejaba levantar mucho
la mirada, pero para su alivio, éste pronto se escondió detrás de unas nubes,
que en unas pocas horas, darían lugar a una lluvia que quizá le pudiera
retrasar la vuelta. Siempre le gustó el invierno, esa escala de grises que
predominaban en el paisaje, le otorgaba algo especial.
No estaba
solo, cinco personas más estaban repartidas a lo largo del andén. Dispersas,
solo separadas por el silencio, cada uno en su soledad. Ya nadie habla,
pensaba. Ya se ha perdido esa cercanía o simpatía con esos desconocidos con los
que compartes un mismo destino, aunque solo sea por un momento.
Alguien más
se sumó a la espera de la llegada del tren, alguien que rompía en ese preciso instante
con la rutina diaria de ver siempre las mismas caras, alguien que recordaría
para siempre. En esos momentos no pudo ver el rostro de aquella mujer que
avanzaba lentamente de brazos cruzados intentando resguardarse con su abrigo
negro de lana de la fuerza del viento. Pero mientras se alejaba hacia el otro
extremo del andén, se fijó en su cabello, el cual asomaba largo e inquieto bajo
el gorro que llevaba a juego con el abrigo y cuyo color le recordaba al intenso
color del trigo que veía iluminado por el sol en otoño. Sus ojos la siguieron
recorriendo hasta que se toparon con las botas que llevaba, de un rojo intenso
que contrastaba con toda la gama de colores que tanto le gustaba. Pero eso le
gustó aún más.
Color en la vieja estación |
Jamás había
estado tanto tiempo contemplando a otra persona, aquella silueta le provocaban
unas ganas terribles de resolver su misterio. De poder encontrarse con su
mirada, de poder escuchar su voz. Sin dudarlo, se dispuso a acercarse poco a
poco a ella. Y cuando ya había recorrido la mitad de la distancia que los
separaba, la estructura metálica que los rodeaba tembló por las vibraciones que
surgían de los viejos pero enormes altavoces que colgaban encima anunciando la
llegada del tan esperado tren.
El se detuvo,
el tren ya venía y no había tiempo. El encuentro se anuló. Mientras subía al
vagón pudo ver a su derecha como el final de una de las botas rojas se
deslizaba dentro del vagón siguiente. Cuando se sentó, y el vagón se puso en
marcha, no podía pensar en otra cosa. Por un momento, se le olvidó el motivo
por el cual viajaba ese día. Solo podía imaginarse, de mil maneras diferentes,
como podía haber sido su encuentro en la estación. Sabía que era ella, algo le
decía que era ella. ¿Algunas cosas no pasan por casualidad, no?, se preguntaba.
Su imagen
esperando en la estación se grabó a fuego en su cabeza, y, quizá, tal vez, volvería a cruzarse en su camino. ¿Cómo reconocerla?, se decía a sí mismo en su
cabeza. Quizá por las botas rojas.
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