martes, 23 de septiembre de 2014

Parchís

Parchís


“Venga empecemos. Tres, nada…”.

Ella fue la última en llegar a una familia de siete. Una llegada muy esperada por todos, sería la  única que llevaría coletas cuando creciera, por fin se comprarían vestidos en casa y la habitación se pintaría de color rosa. Traería risas y alboroto a la antigua y tranquila casa la cual  se empezaba a abandonar poco a poco.

“Uno, nada… Te toca”.

La primera vez que la vio, una alegría que echaba de menos iluminó su rostro. Recuperó una vitalidad que creía perdida y la ilusión contenida por la espera le devolvió la juventud necesaria para darla la bienvenida. De repente habían surgido en su cabeza infinidad de planes que poder realizar en los próximos años. Planes que desde hacía tiempo deseaba cumplir.

“Seis, tiro otra vez…”.

Al principio era él el que venía a visitarla, siempre traía consigo algún regalo. Al principio ropa de la más pequeña y después muñecos y juguetes acordes a su temprana edad. Ella no lo recuerda, aún no era plenamente consciente del mundo que la rodeaba, pero si sentía el cariño y el amor de aquellas personas, al principio extrañas, que la cuidaban y la llevaban de aquí para allá en brazos.

“Cinco, salgo…”.

Ella sentía curiosidad por su aspecto. Destacaba sobre los demás gracias a su pelo blanco y su rostro arrugado con pequeñas manchas. No quería que a sus padres les pasase eso que ella observaba de cerca cada vez que se sentaba en sus piernas cuando la leía un cuento o la contaba pequeñas historias de su juventud.

“Tres, casa. No me puedes comer…”.

Para ella era la persona que más sabía en el mundo. Cualquier duda que ella tenía, siempre que tenía la ocasión se lo preguntaba con entusiasmo. Un entusiasmo que a él le encantaba y que le daba la oportunidad de sentirse útil y de ser un ejemplo y un maestro para alguien mucho más joven que él. Se sentía querido y valorado por una personita que solo veía el interior y no el aspecto de una persona cansada y con largos años a la espalda.

“Dos, te toca…”.

Cuando sus padres tenían que trabajar o tenían que salir de viaje por algún motivo a ella nunca la importaba. Iría a su casa, donde nunca se aburría. Adoraba aquel cuarto al que llamaba “el rincón del tesoro”. En él había multitud de juegos de mesa a los que jugaban durante horas. El resto lo dedicaban a dar largos paseos por el campo donde el aprovechaba a impartir lecciones y clases sobre la naturaleza. De él adoptó el amor por los animales.

“Hay barrera no puedes pasar…”.

Tenían una relación muy especial, estaban realmente unidos. Ella siempre recordará aquel día cuando paseaban en bici por el viejo camino, cerca del bosque al cuál iban algunas veces a recoger setas, y ella sin previo aviso se cayó por ir demasiado deprisa al bajar una pendiente demasiado empinada. Se asustó al ver la fea herida que se había hecho, pero él estaba allí. La tranquilizó mientras la llevaba de vuelta a casa donde la curo y la hizo aquel vendaje tan chulo donde después dibujaron los animales que habían visto aquel día. Con él siempre se sentiría segura y a salvo.

“Te como y me cuento… veinte”.

Hoy y como todas las tardes, una joven muchacha viene a visitarle. No la reconoce, pero parece que ella a él sí. Es buena persona. Siempre juegan al parchís. A él le encanta que alguien venga a jugar con él a su juego favorito. Mientras juegan, ella le cuenta que tal la ha ido en el día  y le pregunta con mucho interés qué tal se encuentra. También le cuenta historias sobre cuando era una niña. 

Historias que él ya no recuerda.

Parchís
Recuerdo el parchís...

 “Cuento tres… Y te gané”.


“Si, me has ganado abuelo”.

jueves, 18 de septiembre de 2014

El Observador


EL OBSERVADOR



La temperatura es agradable. El sol calienta mientras se esconde entre las pocas nubes que flotan en el cielo y una ligera brisa mueve los árboles que dan cobijo bajo su sombra a diferentes grupos de personas que charlan despreocupadamente sentados sobre el césped.

El banco que elijo para sentarme no es muy cómodo pero no estaré mucho tiempo. Ante mí, el tan transitado paseo que cruza el mayor parque de la ciudad.

A mi derecha veo a una madre andar con prisa junto a su hijo. Parece nerviosa. No es de extrañar, pues sabe que en cuanto llegue a casa se debe de encargar de limpiarla, ordenarla y empezar a hacer la comida sin descuidar a su hijo y al nuevo inquilino que los acompaña desde hace poco.

  Su hijo de cinco años, a diferencia de su madre, camina alegre al margen de todos los problemas y dificultades que lo rodean. Sabe que cuando llegue a casa le estará esperando Bobby, su nuevo amigo, con el que podrá jugar hasta que su madre lo llame a comer a la mesa.

Bobby es un yorkshire de dos meses que su abuela le ha regalado por su cumpleaños, esperando con ello, que asuma ciertos valores que se aprenden cuando se es responsable de otro ser vivo, valores que su padre perdió hace tiempo. Estos valores de responsabilidad y cuidado le harán ser mejor persona en un futuro.

Un futuro que su madre, que lo lleva de la mano con prisa a través del parque, no ve muy claro, pues ayer mismo la despidieron del trabajo y no dispone de los ahorros suficientes para hacer frente al alquiler de su casa no más de dos meses. Tener a Bobby en casa supone una carga más para los escasos gastos que se puede permitir. Aún no sabe cómo explicarle a su hijo que Bobby no se puede quedar con ellos.

El niño da un traspiés por culpa de una piedra que, sin querer, la impulsa hacia delante chocando contra el pie de una joven que va en dirección contraria. Mientras la madre llama la atención a su hijo, la joven pasa a su lado sin percatarse de nada. El volumen de su mp3 la aísla de todo lo que la rodea.

Va hacia la facultad donde estudia. La espera un examen muy difícil y su música favorita a gran volumen la relaja y la hace olvidar por un momento el largo e intenso momento que debe superar en breve. Sabe que no ha estudiado lo suficiente. Anoche sus únicos pensamientos seguían siendo para Rubén, ese compañero de clase que no la hace ni caso, y que desde hace dos meses sale con su mejor amiga.

Su mejor amiga la espera junto a una fuente veinte metros más adelante. Cuando la ve venir, siente cierta ansiedad. Piensa contarla su gran dilema, pues es en la única en la que confía, siempre la dio valiosos consejos. Anoche se acostó con un chico que conoció en una fiesta de cumpleaños la semana pasada, no sabe si quiere seguir estando con Rubén.

Cuando se saludan y prosiguen su camino juntas, observan con indiferencia a un anciano que parece mendigar sentado en el borde de la fuente. Mira con nostalgia las palomas que revolotean a su alrededor, recordando tiempos pasados.

De joven las cuidaba en el viejo palomar de su padre, a las afueras de la pequeña aldea donde se crió. Ahora revive una vez más en su cabeza el momento en el que tuvo que tirar al suelo el puñado de comida para las palomas e irse con las autoridades que le fueron a buscar para su reclutamiento y participación en la guerra que estaba asolando el país.

Después de tantos años y de haber perdido todo, se encuentra ahora en un país extranjero malviviendo en las calles entre desconocidos. Es consciente del escaso tiempo que le queda en este mundo y es consciente, de la cantidad de historias y vivencias que se perderán con él.

Alguien con paso ligero se percata también de su presencia, al contrario que muchos de los que por allí habían pasado. Sin pensarlo demasiado y sin apenas detenerse, saca de su cartera el billete de mayor valor y lo deja caer en el sombrero ya raído que el anciano había colocado en el suelo cerca de él.

Le desea un buen día y se aleja con la misma soltura y alegría con la que había llegado. Era normal, la suerte en el juego le había sonreído y había ganado hoy mismo el mayor premio que la lotería había recaudado hasta el momento. Era feliz, y su visión del mundo había cambiado. Una visión que se había aclarado también desde la perspectiva de aquel anciano, que gracias al desconocido, sobreviviría un poco más holgadamente el otoño que se precipitaba en pocos días.

El desconocido ahora sin preocupaciones económicas, me saluda alegremente sin conocerme y prosigue su camino.

Parque en espera
Antes de todo...
Tres minutos me habían bastado para ver todo aquello. Era suficiente. Para cuando la siguiente persona se disponía a cruzar frente a mí, ya no estaba. Me había ido.


Mañana volvería una vez más.