viernes, 11 de diciembre de 2015

El viaje

El viaje


Incontables días habían sucedido ya de aquel trágico recuerdo. Una distancia cada vez más insalvable los separaba de un hogar que había dejado de serlo.  Miles de voces atravesaban un vasto desierto, en sus mentes frondosa selva, que de igual manera los asfixiaba a cada paso que daban en busca de un atisbo de esperanza, algo que los hiciera parar, algo que los calmase y los ayudase recuperar, su sitio, otro hogar en el que empezar.

El que iba en cabeza, representante y voz de sus semejantes, vio una puerta, una parada en esa larga travesía. Llamó, y después de tres toques alguien respondió. Una figura alta, imponente, cuya sombra refrescaba el árido espacio que ocupaba, apareció.

Para la gran masa de personas que tras el líder esperaba, parecía un ser gigantesco, alguien que ostentaba mucho poder, alguien a quien seguir, alguien a quien venerar y obedecer sin maldecir.

No dio tiempo a decir nada, el recibimiento apenas se llegó a realizar. El que abrió la puerta, al instante la volvió a cerrar. No sin antes despreciar la presencia de los que allí habían llegado, atravesándolos furtivamente con la mirada. Borrando en ese momento las pocas sonrisas de esperanza que habían germinado asombrosamente en ese terreno tan hostil.

Siguieron su camino, y al cabo de un tiempo otra puerta apareció. La persona que iba en cabeza llamó. Y al igual que el resto, al abrirse la puerta y ver quien los recibía, se sobresaltó. Un rifle de asalto en manos de un soldado los encañonó.

—¿Quiénes sois? ¡Fuera de aquí! ¡Sois peligrosos! ¡Un paso más y disparo!

No dejó tiempo a contestar, aquellas frases nerviosas atemorizó al gran grupo, notándose en la lejanía algún grito ahogado de miedo. Y con la misma rapidez con la que había salido al exterior, de un salto volvió a entrar y de un portazo cerró otra posible salida a la desesperación. El silencio volvió a reinar, no sin antes escuchar como el que los había amenazado atrancaba la puerta desde el interior para garantizar su supuesta seguridad.

Con resignación y con la mirada al suelo, siguieron su camino. Pasado otro tanto de tiempo, agotados, reposaron enfrente de otra puerta, la cual había aparecido alumbrada por una extraña luz cuya fuente era difícil de determinar. Una vez más un representante del colectivo llamó cuidadosamente a la puerta, pues por algún motivo imponía cierto respeto divino.

La puerta se abrió lentamente, dejando escapar el resto de la cálida luz que habían observado anteriormente. La fuente de aquella luz salió dando dos pasos, traspasando el umbral de la que pensaban que era la última puerta a la que iban a acudir. La brillante iluminación que a todos había hipnotizado empezó a menguar, y dejó ver entonces a una persona vestida de extrañas ropas, para algunos y algunas reconocibles, adornado de ciertos símbolos y pequeños tesoros cuyo valor no sabrían  calcular. Un hálito de esperanza invadió a todos los allí presentes y una vez más el cansancio acumulado del viaje parecía que iba a aliviarse.

Pero sin dejar tiempo a que la líder del grupo que había llamado en ese momento articulara alguna palabra, aquel extraño y familiar personaje dijo de forma cariñosa y comprensiva:

—Yo os bendigo… —haciendo mientras lo decía una especie de figura en el aire con los dedos. Cuando acabó esa enigmática frase, dio media vuelta, y de la misma forma que había salido volvió a entrar, cerrando a continuación la puerta.

¿Ya está? ¿Ni una palabra más? ¿No hace nada al respecto? Multitud de preguntas parecidas a estas surgieron tras aquella “huida”, que era como empezaban a llamar a ese tipo de respuesta que recibían una y otra vez. Esta última comenzó a ser el principal tema de conversación en el siguiente tramo del viaje, pues en contra de lo que muchos esperaban, no había sido el trato justo que creían merecer por parte de alguien tan respetado.

El camino se hacía cada vez más pesado, más duro. Algunos se rendían y abandonaban, otras seguían adelante pues no tenían otra opción, otros no perdían la esperanza y motivaban al resto, otras seguían en cabeza con el paso firme y decidido.

Otra puerta surgió en ese camino, deteniendo el viaje una vez más. La que iba en cabeza llamó. Ya no tenía la fuerza del inicio, y los golpes no fueron tan sonoros. Por lo que llamó una segunda vez al ver que nadie acudía a abrir la puerta.

            Después de unos segundos por fin alguien los recibió. Una persona de mediana edad apareció. Vestía una bata blanca y zapatillas del mismo color. Unos guantes de látex no dejaban ver sus manos y una mascarilla impedía observar el movimiento de sus labios al hablar.

            —¿Quiénes son ustedes? —Preguntó curioso al ver tal ingente cantidad de personas ante su puerta.

            —Verá, venimos desde muy lejos. Necesitamos ayuda. Hay gente enferma, personas que necesitan atención médica. Veo que puede ayudarnos, ¿podemos pasar?

            —Para, para, para —al ver que se podía convertir en el anfitrión de tantas personas, un escalofrío recorrió su cuerpo.

            —¿Qué pasa? ¿Qué sucede? —ya se temía la negativa.

            —No me permiten ayudaros. Sois muchos. Además yo solo atiendo a los que ya están dentro, y vosotros —hizo una pausa mientras gesticulaba un “no puede ser” con un suave movimiento de cabeza— estáis fuera. Lo siento. Tengo prisa.

A continuación cerró la puerta de golpe, dejando a los visitantes con la palabra en la boca y un sabor amargo que tardaría en desaparecer.

—¡Tranquilos, seguiremos adelante! —Dijo mirando al resto en un intento de animar el desconsuelo que se había impregnado en lo más hondo de cada uno.

Y siguieron, a pesar de las tormentas, de las malas condiciones y de los obstáculos encontrados por el camino. El grupo había menguado, ya no había tantos como al principio, la fuerza de empuje había disminuido, la desesperación estaba venciendo.

Una puerta más surgió de la nada. Ya no confiaban en ella, la creyeron cerrada. Al menos un  cartel con horario de apertura les convenció de ello. Pasaron de largo.

Después de un interminable tramo, otra puerta se interpuso en su camino. Ya no parecían salidas, no parecían descanso y seguridad. Se habían convertido en los mayores obstáculos que habían encontrado. En una humanizada decepción que producía desconfianza, egoísmo e impertinencia.

Una vez más el que iba en cabeza llamó e inesperadamente la puerta se abrió, pero no salió nadie a dar la bienvenida. El que llamó, esta vez por la puerta entró. Y ante sí vio lo que parecía ser un aula de colegio. Los recuerdos de su niñez afloraron en su mente y se vio a si mismo sentado en uno de los pupitres vacíos pero algo había diferente no sabía qué. Había una persona más allí, era el profesor. Leía concentrado un grueso libro que parecía muy antiguo.

—¿Qué quería? —Preguntó sin levantar la vista del libro.

—Verá, venimos desde muy lejos. No ha sido un viaje fácil, todo ha sido problemas. Todo ha sido puertas cerradas. Tenemos niños y niñas entre nosotros, nuestros hijos e hijas es lo más importante que tenemos. Son los que más están sufriendo en este viaje. Estaríamos muy agradecidos si pudieran entrar y ser atendidos aquí.

—Comprendo —en ese instante levantó la mirada y examinó minuciosamente a la persona que tenía ante sí —pero no va a poder ser. Sois demasiados y aquí no cabemos todos. Y de todas formas, sois tan diferentes que la educación no sería la adecuada, me gustaría hacerlo créeme, pero me retrasaría y yo solo no puedo hacerlo y no quiero perjudicar a los míos. Por favor salga y siga su camino, tengo mucho trabajo que hacer.

No replicó, sabía que no merecería la pena. Salió por donde entró y transmitió el  mensaje a los demás. Muchos se fueron ya no podían más, muchas se fueron el viaje ya no era una oportunidad. El resto siguió adelante, era la única opción.

Durante mucho tiempo no apareció ninguna puerta en el camino. Hacía tanto que comenzaron la marcha que algunos no sabían de su hogar, el hogar de sus padres. Su mente solo estaba ocupada por recuerdos del viaje, malos y molestos recuerdos que por las noches hacían soñar con un lugar mejor o que atormentaban a través de pesadillas.

Un día como cualquier otro, se encontraron una puerta más. Por rutina llamaron a la puerta como siempre, esperando a que no contestara nadie o que en el caso de hacerlo, recibir la negativa de siempre con alguna excusa sin sentido.

Al abrirse la puerta una persona salió.  Su aspecto simplón impresionó al grupo que allí se había congregado. En contraste con los anteriores, ofrecía una imagen familiar. Era muy parecido a ellos pero a la vez diferente. Estaba claro que habían llegado a un punto tan lejano que las diferencias eran realmente notables entre el posible anfitrión y los ansiosos huéspedes. Contempló a todos por un instante y sin más dijo con una sonrisa.

—Por favor pasad, estáis en vuestra casa.



El viaje
El viaje

jueves, 20 de agosto de 2015

Botas Rojas (III)

Botas Rojas (III)

Era invierno, el fuego chisporroteaba en la chimenea de piedra y grandes copos de nieve caían lentamente en el exterior, perpetuando así la gruesa capa que ya cubría el jardín, los tejados y cualquier otra superficie que estuviera a la vista de la ventana del salón por la que Javier observaba curioso el fenómeno atmosférico.

 Hoy era un día muy especial, o eso le habían dicho sus padres mientras viajaban en coche a la que para él era una mansión en medio del campo cerca de un pueblo en el que nunca había estado. Estaba de vacaciones, por fin estaría una larga temporada sin ir al colegio y encima dentro de cuatro días sería Navidad, el periodo de tiempo que más le gustaba de todo el año. Recibiría un montón de regalos con los que poder jugar y enseñar a sus amigos cuando volviese al colegio.

De fondo podía oír como sus padres reían en la cocina y hablaban alegremente. A Javier le encantaba ver a sus padres reír, besarse y jugar haciéndose bromas en las que muchas veces él mismo participaba. Sobre todo cuando era su padre quien se las hacía a su madre. Cualquier extraño que los observase podría confundirlos con cualquier pareja de jóvenes enamorados. Y en realidad era así como se sentían, jóvenes y enamorados, como el primer día. Aunque muchas cosas habían variado desde entonces. Los dos habían cambiado de residencia, de trabajo y la familia había crecido. Ya no estaban solos, Javier había llegado de forma muy esperada hacía ya siete años y a victoria la quedaba todavía tres meses para que la pudieran dar la bienvenida.

—Javier estabas ahí ¿Qué haces? —le preguntó su padre mientras salían de la cocina aún entre risas.

—Nada —respondió Javier de forma distraída sin retirar la vista de la ventana. Su padre se acercó y le acarició el pelo despeinándolo a propósito.

—¿Te gusta la nieve? ¿Te apetece que salgamos mañana por la mañana a jugar con ella? —preguntó esperando la entusiasmada respuesta de su hijo.

—¡Si! ¿Y también podemos hacer muñecos de nieve? —preguntó esta vez mirando a su madre. En un segundo había pasado de la más absoluta tranquilidad, a estar eufórico tras la propuesta de su padre.

—Pues claro, —respondió ésta sentándose a su lado para mirar también a través de la ventana— con lo que está nevando vamos a poder hacer unos cuantos, si es que podemos salir —la nevada estaba incrementado en esos momentos su intensidad.

—Oye Javier ¿por qué no vas poniendo la mesa mientras tu madre y yo vamos preparando la cena? —le dijo mientras todos ya volvían a la cocina.

—¿Qué vamos a cenar? —preguntó mientras cogía de un cajón el mantel y las servilletas y se disponía a volver al salón.

—Es una sorpresa, ya sabes que hoy es un día muy especial —respondió su madre según sacaba todos los utensilios que iban a utilizar— tranquilo que te gustará.

—Sí pero, ¿Por qué hoy es un día especial? —Ya estaba de vuelta en la cocina en busca de los platos. Javier todavía no entendía por qué cada año antes de Nochebuena se iban a pasar unos días fuera de casa, siempre con un motivo de celebración que aún no le habían explicado.

—Pues mira Javier, hoy celebramos que hace diez años nos conocimos tu madre y yo —En ese momento su padre ponía con cuidado tres platos sobre sus brazos extendidos.

—¡Hala! —respondió Javier sorprendido dejando por un segundo la boca abierta desviando la mirada hacia su madre. —¿Y cómo os conocisteis?

—Verás, es una historia un poco complicada para que la entiendas a tu edad. Pero te diré que todo tiene que ver con unas botas —le contó su madre esperando que se conformase con la respuesta mientras le acariciaba la cara.

—¿Las botas rojas con las que tantas veces jugabas cuando eras más pequeño? Pues esas —añadió su padre.

Javier había cogido mucho cariño a ese par de botas viejas pero muy bien conservadas que aún rondaban por casa. Hacía poco se había descubierto graciosamente en fotos de cuando tenía tres o cuatro años intentando andar con ellas de la mano de su madre y su padre.

—Se podría decir que son unas botas mágicas, y que gracias a ellas nos conocimos —una mirada cómplice los unió por un segundo sonriendo los dos en silencio.

—Algún día cuando seas más mayor te contaremos la historia.

—Vaya —contestó Javier un poco decepcionado mientras iba con los platos dispuesto a colocarlos al salón.

Después de preparar por completo la mesa, se acercó a la ventana. Ya había anochecido y la nieve seguía cayendo.



Botas Rojas (III)
Botas Rojas (III)

miércoles, 5 de agosto de 2015

El repartidor de pizza

EL REPARTIDOR DE PIZZA


Aquel edificio antiguo intentaba imponerse con majestuosidad frente a la modernidad que lo rodeaba con desprecio. Una majestuosidad proveniente de una época pasada de plena expansión y prosperidad. El gran hotel de veinte plantas convertido ahora en una colmena de viviendas casi deshabitada y abandonada, se encontraba extraño en una de las principales vías de la ciudad, provocando cierto temor entre algunos viandantes, pues de aquel lugar se contaban extrañas historias, ninguna de ellas demostrables.

Sergio dejó su moto al lado de las escaleras de la entrada y se dispuso a entrar con la pizza recién hecha en el antiguo edificio. Todos habían evitado llevar el pedido a esa dirección, todos tenían miedo, decían que resultaba peligroso y varios habían dejado el trabajo sin ninguna contemplación pues se negaban rotundamente a llevar pedidos a ese lugar. Era el novato y aunque supiera de esas historias que se contaban, no creía en ese tipo de rumores.  No tardaría. Cinco minutos bastarían para subir al octavo, llamar, dejar la pizza, cobrar y volver a bajar para llevar el siguiente pedido.

A pesar de ser verano, la gigantesca recepción construida en piedra ofrecía una temperatura fresca, que motivó un ligero escalofrío en el joven pizzero. Incluso se podía apreciar el vapor proveniente de la caja aún caliente.

Sergio observó a su alrededor y por un momento se imaginó el mismo lugar años atrás, funcionando a pleno rendimiento. Los nuevos huéspedes siendo atendidos educadamente en recepción, los botones de aquí para allá cargando con las maletas, el suelo de mármol recién pulido, la madera de las paredes relucientes, la gran lámpara central iluminando ampliamente la gran estancia y la imponente alfombra roja que la recorría desde donde estaba hacía las anchas y espaciosas escaleras que conducían al piso superior. Todo bajo una atmósfera de una época que nunca vivió y que quizá pudo ver en algunas de las fotografías antiguas de la ciudad.

Ahora todo estaba en estado ruinoso, el polvo, la suciedad y la basura que generaban aquellos que con valentía entraban, se acumulaban por los rincones. La madera que adornaba las paredes y las mesas estaba prácticamente podrida y varias pintadas adornaban de forma macabra las oscurecidas paredes.

Evidentemente el ascensor, ya obsoleto, no funcionaba. Aquella jaula  oxidada no tenía ya ningún uso, así que subió ligero por las escaleras pizza en mano. Mientras subía podía oír como el eco de sus pasos rebotaba en el final de cada pasillo que comunicaba con las escaleras, deteniéndose de vez en cuando por creer escuchar algún ruido que no era el suyo.

Al cabo de tres minutos llego por fin a la puerta de la habitación donde esperaban el pedido. Ésta se encontraba justo al final de un largo pasillo, al lado de una ventana que daba a la calle principal. Dio tres pequeños golpes a la puerta pues el timbre no funcionaba.

Sintió como alguien se acercaba a la puerta dando pequeños pasos de forma cautelosa. La puerta se abrió con un chasquido y lentamente dejó salir de entre la penumbra que reinaba en el interior a una encorvada anciana. Su rostro arrugado y pálido escondido bajo una fina melena plateada era lo único que dejaba ver la bata deshilachada y de color gris que a duras penas su débil y tembloroso cuerpo podía sostener. Los huesos que marcaban su rostro y su decrépito aspecto ofrecían una apariencia sumamente siniestra que no pasó desapercibida para Sergio.

—Señora, —tragó saliva mientras intentaba descubrir sus ojos bajo su pelo lacio— aquí tiene su pizza. Son ocho con cincuenta.

—Has venido, bien, bien. Te estaba esperando, llegas a tiempo –al término de sus palabras dio media vuelta con la misma lentitud con la que había llegado a la puerta y se adentró en el largo pasillo que conducía al centro de su pequeño hogar.

Sergio se quedó sin palabras en el umbral de la puerta mientras la seguía con la mirada y finalmente la perdía entre la oscuridad del interior.

—¡Espere señora!¡No ha recogido su pedido! —No obtuvo respuesta y decidido a dejar el pedido y a recibir el dinero, entró lentamente al interior de la estancia.

Apenas había luz. Casi avanzaba a tientas a lo largo del pasillo. No había ni rastro de aquella anciana, todas las puertas estaban cerradas y empezaba a notar un desagradable olor que cada vez era más intenso.

—¡Oiga! ¿Se encuentra bien señora? ¿Dónde está? —Sergio se había preocupado, no sería la primera vez conociera el caso de algún anciano viviendo solo en condiciones infrahumanas. Había llegado a oír como en numerosos casos eran encontrados sin vida varias semanas después de su muerte y el extraño olor que cada vez impregnaba más el ambiente le motivó a pensar que quizá se pudiera encontrar una desagradable sorpresa. Quizá aquella anciana no vivía precisamente sola.

Llegó al final del pasillo. La única puerta abierta lo invitaba a pasar. Al entrar en la sala, lo que contempló lo paralizó por completo, dejando caer en ese momento al suelo el paquete que guardaba la pizza que la anciana, quien lo miraba fijamente desde el centro del salón, había encargado. 

Varias fundas de pizza se encontraban tiradas por el suelo, el cual era preso de una gruesa capa de polvo y varios muebles despedazados. El olor que se percibía desde el pasillo se había convertido en un auténtico hedor, cuya fuente procedía de varios cadáveres apilados en un rincón. Habían sido horriblemente mutilados. La poca luz que lograba atravesar las ventanas apuntaladas con tablones de madera y que iluminaba el salón a duras penas, era suficiente para poder vislumbrar grandes manchas de sangre ya secas en la carcomida madera del suelo.

Sergio recorría con la mirada el grotesco escenario. En el rincón opuesto al de los cadáveres, pudo distinguir un montón de lo que parecía eran huesos completamente limpios de carne, huesos secos y antiguos.  Las paredes parecían estar cubiertas de imágenes y símbolos que para Sergio carecían de significado. Y la anciana, de cuya bata se había desprendido, presentaba ahora un cuerpo totalmente deforme, sin ninguna característica humana. Los brazos anormalmente largos terminaban en unas afiladas uñas en forma de garras y las piernas flexionadas de forma antinatural sostenían un tronco extremadamente delgado pero que mantenía un vientre que colgaba casi hasta la altura de las rodillas.

—Pero qué demonios… —dijo Sergio abrumado por el miedo.

—¡Tu mismo lo has dicho! —Contestó la anciana con una voz ronca y profunda y cuyo rugido hizo eco en todo el piso del edificio.

En el exterior, nadie de los que por allí pasaron pudo oír los espantosos gritos que por unos segundos emitió de forma desesperada el cuerpo de Sergio. Nadie miró para arriba. Nadie reparó en la moto aparcada en la entrada del edificio. Todo seguía igual, todos seguían con sus vidas.

El pizzero
El pizzero






Tres horas después alguien fue a recoger la moto.

—Ya queda poco mi señora, pronto será libre —dijo mientras la arrancaba y tomaba rumbo de vuelta a la pizzería. 

miércoles, 22 de julio de 2015

Suenan las campanas


SUENAN LAS CAMPANAS


Las palomas salieron volando asustadas por el replicar de las campanas de la iglesia. El número de veces que el badajo golpeo en el borde metálico le indicó que una vez más tendría que acudir a trabajar. Eran las diez de la mañana, en dos horas tenía que tener todo dispuesto y estar listo para empezar.

El mejor en su trabajo, todo un maestro para algunos, un arte incomparable para otros, odiado por el resto.

A veces cuando acababa no se sentía orgulloso de lo que hacía. Pero era un trabajo muy bien pagado, sus superiores otorgaban privilegios para él y su familia. Y en los tiempos donde la crisis que sufría el país diezmaba a la población, la sobrecarga de trabajo era diaria. Por eso ahora se encontraba en su mejor momento, y es que a pesar de todo, podía mantener un alto nivel de vida.

Su actividad no era demasiado laboriosa y no tardaba mucho en realizarla. Era una acción simple. Sin embargo tenía que ser rápido y preciso, un fallo, y su carrera terminaría para siempre.

Ya contaba con años y años de experiencia, y la rutina de su trabajo había absorbido por completo su vida. Siempre dispuesto, siempre disponible. Aquellas campanas que resonaban en sus oídos provocaban cierto aborrecimiento y pereza. Era el único de la villa, y no tenía otra opción que acudir para prestar sus servicios.

Hoy como todos los demás días, al salir a la calle, se sentía observado. Pero eso era lo mejor que le podía pasar. La mayoría de los días era insultado, maldecido, marginado, odiado o vilipendiado por sus vecinos o cualquier otra persona que se encontrase con él. Lo llevaba con total normalidad, había asumido que esa situación venía incluida en el empleo y nunca respondía de forma violenta.

En poco tiempo llegó a su destino, como siempre por la parte de atrás, sin que lo viera mucha gente. En la sala oscura subterránea se preparó con su atuendo, sencillo y reconocible por todo el mundo. Al salir y subir los pequeños peldaños que daban acceso al “gran escenario”, el clamor del público convertido en abucheo retumbó en toda la plaza mayor.

Los más cercanos a él empezaron a tirar huevos y alguna que otra hortaliza en no muy buen estado. Aunque era un hombre alto y fornido, de aspecto amenazante, no parecía intimidar al público. Tampoco le importaba, en poco tiempo habría terminado y se largaría por donde había venido. La guardia a caballo allí presente aplacó un poco los ánimos de la muchedumbre, los cuales estaban expectantes ante lo que iba a suceder.

Esperó a que pronunciasen el mismo discurso de siempre. Mientras, a su lado, pudo escuchar los gritos de súplica que siempre acompañaban a esas últimas palabras. Cuando terminaron, cogió su afilada herramienta, y con un golpe seco y medido asestó el golpe de gracia provocando en seco un silencio que solo se prolongó durante unos pocos segundos.

Saludó con una reverencia a las autoridades que hacían acto de presencia en representación del rey y de la iglesia, y a continuación se retiró dando varios pasos hacia atrás en dirección a las escaleras.

Una vez de vuelta en la sala oscura, se volvió a cambiar para parecer una vez más un ciudadano normal y dando un suspiro tomó el camino de vuelta a casa. 

Mañana sería otro día, otro día de trabajo.

Suenan las campanas
Suenan las campanas

martes, 7 de julio de 2015

Muerte de risa

Muerte de risa


Si algo te hace gracia, estarás en peligro de muerte. Si comienzas a reír, la sensación que experimentarás resultará tan placentera y adictiva, que ya no podrás parar. Reirás y reirás sin descanso, y en poco tiempo, empezarás a tener dificultades en la respiración. Por lo que esa sensación tan agradable y reconfortante, se convertirá en una muerte lenta por asfixia.

 Muchos han jurado ser testigos de muertes de risa, relatando con macabros detalles la agonía que sufrían las víctimas antes de su fallecimiento. Entre las más terribles se encuentran las bruscas contracciones musculares de la zona del tórax y un dolor general en todo el cuerpo provocado por el agotamiento de tan enorme esfuerzo. Dicha sensación ya es un aviso del desgraciado final que se avecina. Los temblores y llorar desmesuradamente son otros de los síntomas más graves.

Muerte de risa
Muerte de risa

La “muerte de risa” se ha convertido en la causa principal de muerte en el mundo. Miles de personas mueren a diario en todo el globo. Nadie se puede considerar estar a salvo. En cualquier momento algo o alguien puede hacer reír a una persona y condenarla con ello a la muerte. Y es que el chiste, se ha convertido en un arma mortal. Cada día crece el número de asesinatos por risa y solo aquellos profesionales que saben contar uno, sin reírse de sus propias gracias, sobreviven en el intento.

Por ello todos los mimos, payasos, humoristas y actores de comedia en general, están empezando a ser utilizados por los gobiernos en sus ejércitos. Por lo que se supondrá que serán ellos los que combatan en las guerras. Quien lo iba a decir hacía solo unas décadas, batallas de humor… Pero quien tiene la gracia tiene el poder, y al margen de las autoridades del gobierno, existen grupos terroristas que utilizan también el humor en su propio beneficio. Convirtiéndose también en el arma más peligrosa conocida por la humanidad.

 El mundo ahora funciona de otra manera, se ha transformado por completo. El sentido del humor y la gracia en todos los aspectos de la vida ha sido o se intenta erradicar de forma definitiva. La educación se basa en la seriedad, en la rigidez gestual y la inexpresividad de sentimientos y emociones. En definitiva se trata de ver el mundo que nos rodea de tal forma que en nuestro pensamiento no se dé ningún atisbo de respuesta positiva que nos haga contraer los llamados “músculos de la muerte”.

Vivimos en un mundo gris y sombrío, un mundo sin color, un mundo aburrido, donde los términos alegría, felicidad, diversión y placer son completos desconocidos para los más jóvenes. Los rostros de los mayores no conservan ninguna arruga, antes presente, signo de las expresiones propias de la vida. Y todo se convierte en una existencia monótona, controlada, claustrofóbica y aterradora.

Nadie sabe por qué razón surgió esta tan temida desgracia que diezma a la humanidad. 

Soy científico e investigador, he dedicado todo el tiempo de mi vida para estudiar dicho evento.

Me llamo Francisco Lorín Colorado, y voy a encontrar una cura.



miércoles, 13 de mayo de 2015

Un día cualquiera


UN DÍA CUALQUIERA



Todo estaba en silencio. En ese momento, reinaba la tranquilidad por la que tanto había luchado la noche anterior. Los primeros rayos de luz empezaban a penetrar por los pequeños resquicios que no llegaba a tapar la persiana, eran los primeros invasores que venían a avisar de que ese estado tan placentero iba a terminar.

Y así fue, el sonido estridente del despertador cortó rápidamente el pausado ritmo de su respiración, levantándose como un resorte en respuesta a ese aviso. Sabía lo que tocaba hacer, como cada día, a pesar de estar de vacaciones. Y su ligera sensación de resentimiento y resignación se fue diluyendo a medida que su mente se activaba y se preparaba para hacer frente a todo lo que el día ya deparaba.

Aquella persona no vivía sola, su pareja hacía ya un buen rato que había salido hacia el trabajo y en la habitación contigua aún dormían el hijo y la hija de ambos, los cuales habían llegado al mismo tiempo a la familia hacía ya siete años, cambiando por completo el plan de vida que hasta ese momento tenían los dos. Cosa que todos los días agradecía, sobre todo en esa parte del día, cuando entraba en su habitación para despertarlos y ayudarlos a prepararse para ir al colegio.

Pero esta vez no fue su cálida voz la que los despertó. Mientras andaba entre la penumbra de la habitación, dio una patada sin querer uno de los incontables juguetes que había tirados por el suelo. La gigantesca caja de herramientas de su hija con su metálico ruido los hizo saltar de la cama asustados.

Como el resto de esta semana, llevaría a cabo la rutina diaria que tanto odiaba y amaba a la vez. Preparar el desayuno para los que ponían sonido a la mañana, ayudarlos a vestirse y a asearse, llevarlos al colegio en coche, y a la vuelta, poner toda la casa en orden. Esto último no sería una tarea muy pesada ya que toda la familia formaba un buen equipo y entre todos compartían las tareas a lo largo de todo el día. 

—Por cierto, esta noche dormiréis donde la abuela —les explicó mientras desayunaban.

—¡Bien! —gritaron los dos al mismo tiempo.

—Hace tiempo que no vamos a verla y seguro que os echará de menos.

—Voy a hacerla un dibujo —dijo Laura bajándose entusiasmada de la silla.

—No Laura, ya lo harás luego a la tarde. Acábate ese vaso de leche que ya llegamos tarde al colegio. —Laura volvió a subirse a la silla a regañadientes.

— ¿Puedo llevar mi muñeca para dormir? —Preguntó Pablo con miedo a que no pudiera.

—Claro que si Pablo, esta tarde después de comer prepararemos todo lo que queráis llevar ¿vale?

—¡Vale! —respondieron los dos alegremente.

Por la tarde los cuatro llegaron a casa de la abuela. Ésta se encontraba a las afueras de la ciudad, tras un largo camino en coche desde el centro, en un lugar retirado y tranquilo cerca del río que rodeaba la urbe y del bosque al que normalmente salía a pasear y a recoger algunas setas junto a su madre en su niñez. Un montón de recuerdos, como cada vez que iba, llegaron a su cabeza en el mismo momento en el que bajó del coche y respiró ese ambiente tan rural y tranquilo. Laura y Pablo echaron a correr para abrazar a su abuela, la cual ya estaba esperándolos en la entrada.

Una vez dentro y dejado todas las cosas de Pablo y Laura, se sentaron todos en los anticuados sofás que había en el salón.

—Veo que aún tienes colgados en la pared los cuadros que hice con nueve años cuando me enseñaste a hacer punto de cruz.

—Siempre me gustaron, les tengo especial cariño. Podía enseñar también a los niños. Seguro que les gusta —respondió.

—Seguro que sí, da igual lo que sea. Siempre que les divierta, se pasarán las horas muertas con ello.

Un ruido proveniente de la salita de estar cortó la conversación.

—¿Qué es ese ruido?

—Ah no te preocupes, seguramente haya sido la persiana —dijo sin importancia su madreÚltimamente la notaba muy pesada se habrá roto.

—Voy a ver, si puedo te la arreglo en un momento.

—Muchas gracias, siempre tan manitas como tu padre que en paz descanse.

En media hora había arreglado la persiana. Después los tres tomaron un café mientras los niños jugaban que los viejos juguetes que su abuela había conservado. Al cabo de un rato llegó el momento de despedirse.

—Bueno pues que lo paséis muy bien, disfrutad de la noche. Dejad a estos trastos tranquilos aquí, yo me ocupo de todo.

—Gracias mamá.

Hoy sería un viernes especial, por fin tendrían una noche en exclusiva para ambos. Primero irían al cine a ver la película romántica del momento, el género que más les gustaba.  Todo el mundo hablaba de ella, según la crítica era muy buena, y tenían muchas ganas de  comprobarlo. Después, saldrían a tiempo para acudir al estadio de su equipo favorito, los dos eran auténticos forofos. Se jugaban el pase a semifinales de la competición europea y era la mejor de manera de celebrar allí su décimo aniversario, pues fue allí mismo donde se conocieron. Una vez finalizado el partido esperaban celebrar la victoria con una cena en el restaurante tailandés que unos amigos les habían recomendado, para luego tomar unas copas y bailar en las discotecas.


Mañana ya regresarían a por los niños.


Un día cualquiera
¿De verdad importa?
Por la igualdad de Género

miércoles, 25 de febrero de 2015

Tierra Seca

Tierra Seca


El viejo pero afilado metal se deslizaba implacable una y otra vez, horadando una tierra prácticamente seca y estéril. Él era uno de tantos, no sabía exactamente cuántos, la nube de polvo que provocaban en aquel terreno no le dejaba ver más allá del siguiente compañero.

 Aquella niebla áspera y erosiva que ellos mismos alimentaban, penetraba en sus pulmones en cada desesperada bocanada de aire que lograba entre esfuerzo y acometida, ocasionando cada cierto tiempo pequeños ataques de tos que sin embargo para él nunca parecían terminar, obligándolo a detenerse unos pocos segundos. No podía prolongar mucho más el tiempo para recuperarse.

En cada rítmico movimiento, regaba sin querer la tierra con incontables gotas de sudor que se deslizaban por su oscurecido cuerpo. La sed empezaba a hacer acto de presencia, pero podía aguantar un poco más. Debía hacerlo pues no tenía otra opción.

A pesar de sus humedecidas manos, asía con fuerza aquel destructivo mango. Un sencillo e improvisado vendaje formado por un jirón de su propia ropa, ocultaba unas más que preocupantes heridas sangrantes que le hacían gemir cada vez que acometía con fuerza contra la tierra, partiendo con aflicción alguna que otra piedra o raíz. No tenía otros medios a su alcance para tratarse adecuadamente.

El calor era asfixiante y la jornada no había hecho más que empezar. Llevaba ya un par de horas, aún quedaban muchas más. El peso de su propia condición lo impulsaba a seguir trabajando de manera decidida, una imposición que se decía era natural y contra la que no podía hacer nada. La silueta montada a caballo que percibía justo detrás de él y que proyectaba una sombra amenazante a su lado, lo vigilaba con dureza y se lo recordaba.

No tenía familia, algunos de sus amigos habían desaparecido. No lograba entender cómo se podía dar esa situación tan contraria a lo que creía que podía ser la verdadera naturaleza del ser humano. Nadie hacía nada al respecto, todos aceptaban sin más aquella injusta realidad.

—Tiene que haber otra manera, no podemos seguir así. Estamos muriendo —dijo en voz alta dejando caer su odiada herramienta. Su mirada se perdía entre las escasas nubes que no tapaban los intensos rayos de sol, los cuales, impactaban en su desprotegida cabeza.

—¡Pero qué haces, no pares! —Le decía su compañero en voz baja sin dejar de realizar su trabajo.

—Me he cansado de todo esto, quiero ser libre —en ese momento se había girado para observar a su compañero. Las marcas de las cicatrices marcaban parte de su torso desnudo y su espalda parecía ser un mapa gigantesco de terribles cadenas montañosas. Ese tipo de castigo era algo habitual todas las noches en respuesta a lo que ellos consideraban un trabajo deficiente. No quería imaginar de qué manera se lo harían saber a las mujeres. A continuación se agachó y volvió a coger su herramienta haciendo uso de sus escasas energías.

—¡Lucharé!

En apenas unos segundos  había imaginado en su cabeza todo lo que iba hacer. Acabaría por sorpresa con su cruel opresor y animaría a los demás a levantarse para cambiar sus destinos. Decidió en ese instante que nadie podía manejar a su antojo su propia existencia.

Para su desgracia, antes de que se pudiera girarse por completo y embestir a su contrincante, un ruido sordo se expandió por todo el campo de cultivo. Una bala había acabado con sus aspiraciones y le había dado en cierta forma, el descanso que tanto ansiaba. Nadie se detuvo, todos seguían trabajando. No era la primera vez que oían un disparo. Solo su compañero se había parado a contemplar su cuerpo inerte tendido en la ya oscurecida tierra roja.

—¡Sigue trabajando esclavo!



Esclavitud